sábado, 15 de mayo de 2021

Rastreando el gusto

 No pocos teóricos de lo artístico, estetas, sicólogos y sociólogos de la cultura han puesto su mirada escudriñadora en la noción de gusto, así como en el modo de comportarse esta en procesos consuntivos de individuos, sectores sociales, generaciones nuevas, tipos de sociedades y épocas. Kant, Taine, Diderot, Marx, Baudelaire, Della Volpe, Ortega y Gasset, Souriau, Simmel, Arnheim, Vygotski, Greenberg, Acha y Canclini, entre otros, han hecho aportes medulares para la comprensión del gusto con su función variable, y a veces decisiva, en la producción, valoración, exhibición institucional, circulación y compra del arte.

   Ni Cuba ni ningún otro país está ajeno a las incidencias positivas o negativas de esa categoría, que cobra cuerpo en artistas, críticos, mercaderes, coleccionistas, asesores, museólogos y curadores, funcionarios culturales y clientes amateurs de productos artísticos. El gusto es quizás la más potente personificación práctica del poder de elección en los seres humanos, porque suele actuar en nuestras decisiones sin que lo advirtamos; puede legitimar lo que no sea resultado auténtico y valioso de la subjetividad creadora, y a la vez devenir factor que altere o desvíe una misión de utilidad pública, al imponer nuestras predilecciones como patrón de selección en los espacios de cultura, y sustituir así la objetividad fundamentada y justa del juicio profesional.

Está demostrado que –por lo general– el gusto permanece condicionado por convenciones heredadas en los aspectos antropológico o familiar; que determinados presupuestos religiosos y éticos o políticos fijados en la conciencia grupal e individual, pueden convertirlo en punto de partida decisorio en la aceptación de lo estético; que los paradigmas axiológicos de una determinada condición identitaria nacional, cuando actúan como normas, podrían hacer de él un canal cerrado que solo admita aquello que responde a los motivos y valores establecidos; que su proyección sobre el objeto de consumo artístico suele convertir a este último en espejo de la predisposición mental y los intereses del consumidor, y  que resulta bastante regular que ocupe el lugar de la comprensión evaluativa de especialistas y ejecutivos de esta esfera (por lo que Che Guevara alertaba acerca del peligro de imponer «lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios»).

Se ha demostrado, además, la no dependencia mecánica del gusto respecto de la instrucción y el acceso a la más sofisticada información sobre arte y literatura, filosofía o ciencias naturales y sociales. A nivel global existen comunidades pobres y hasta atrasadas en lo tecnológico que cuentan, sin embargo, con riqueza de gusto para el ordenamiento ambiental, sus fiestas y ceremonias, trajes y adornos, vasijas y formas no verbales de comunicación. Antes de producirse el cambio de sistema social en la Cuba de los 60, que posibilitó una avalancha de programas de educación y cultura para todos los cubanos, hubo modalidades cultas del gusto en sectores populares carentes de medios para estudiar y vías para el cultivo de las individualidades. El mejoramiento del gusto en la población sobreviene en relación directa con la configuración de los sitios donde se vive, los ejemplos personales que se divulgan, la formación de la percepción sensorial y los sentimientos que se siembran desde la niñez.

Cuando se habla de mal gusto, no siempre se especifica si se refiere a manifestaciones del deleite o maneras de hacer y proceder burdas, carentes de civilidad y hasta propias de lo  deteriorado y lo marginal; tampoco se dice que este se concreta en una suma de actitudes y conductas destructivas de la condición humana, como son: la hipocresía y la mentira, la agresividad física o verbal y la petulancia, el oportunismo y la traición, la adoración indiscriminada de lo ajeno y la simulación, la vulgaridad en las discusiones y la sordera frente a los requerimientos de justicia, el escándalo urbano y la indisciplina sanitaria, la enajenación mercantil y el servilismo. Frecuentemente se designan como de «mal gusto» a modalidades comerciales simplificadas, tomadas de convenciones artísticas y folclóricas, que integran lo considerado kitsch o cursi. En todo eso denota la presencia de esa propiedad un tanto ambigua de la siquis en implicaciones costumbristas, morales, eróticas, gastronómicas y de marketing. Para bien o para mal, la inducción del gusto recorre lo inmenso del hábitat y penetra en dimensiones del cuerpo y la conducta de mujeres y hombres. 

Es inexacto rechazar una cosmovisión étnica de cualquier otra zona del mundo, a partir del gusto común a idiosincrasias europeas occidentales y norteamericanas. Del mismo modo, no debe devaluarse lo que gusta a una persona por el solo hecho de no encajar en la medida de satisfacción y proyección estética de otros ciudadanos, ámbitos sociales y artísticos, o rasgos privativos de una determinada cultura nacional. Los gustos conformados para sentir el arte clásico y el impresionismo, o coherentes con la llamada Modernidad y propios de ópticas creativas raigales de regiones latinoamericanas y caribeñas, no deben ser estigmatizados y borrados desde una perspectiva aséptica de diseño, o cuando se parte de la constante ruptura y pluralidad estilística, o de los lenguajes nutridos de lo extrartístico y las simbiosis transdisciplinarias de invención que signan al arte de nuestra época. Como tampoco sería lícito absolutizar preferencias por perspectivas pasatista, académica, abstracta o representacional-figurativa, negándose a la vez las transgresiones, provocaciones y raras búsquedas de códigos que son sustancialmente genuinas.

La mayoría de los espectadores de exposiciones y espectáculos de las Artes optan por apreciarlos, y reaccionan ante ellas, en dependencia de sus gustos, que son a la vez expresiones de los distintos públicos. En su artículo de título ¿Hacia la «interpasividad» en el arte?, la crítico española Ángela Molina señalaba: «Tirarse por un tobogán, almorzar en un museo con platos elaborados a base de sopas chinas deshidratadas o llenarse los bolsillos de caramelos, no implica que el público pase de consumidor pasivo a ser coproductor y protagonista de la obra de arte, como querría Bourriaud, pues en ese acto supuestamente aurático no existe un intercambio de conocimiento, ni conflicto, ni preguntas, más bien el espectador se limita a un único juego de significaciones previamente cerradas que le convierten en un sujeto sin emancipar…». De ahí que sea vital distinguir entre el simple encuentro del receptor con las obras artísticas y su relación emocional, vivencial, dialógica e intelectual con estas. Y así mismo, que resulte indispensable instituir un haz de caminos de formación, información y convivencia para las gentes no-especializadas, que las conecten con lo estético de la naturaleza, del medio circundante, de valores culturales patrimoniales, y de la dinámica transformadora y sensibilizadora de los imaginarios indetenibles del arte. Solamente entonces el gusto alcanza una dimensión culta, lo fisiológico deviene placer integral, los espectadores y los actos de cultura artística se enlazan y complementan, y los múltiples efectos –inusitados e intemporales– de las más renovadoras estéticas, penetran en los contextos cotidianos, objetos, imágenes y comportamientos de la vida misma.textos cotidianos, objetos, imágenes y comportamientos de la vida misma.

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