Por Carlos Vallejo (el poeta del sentimiento).
En 1680, el inglés Robert Boyle inventó una varita que,
impregnada en la punta con sulfuro, ardía cuando era frotada contra un papel
cubierto con fósforo. Con todo, tenía sus riesgos porque la flama a veces
saltaba en trozos y quemaba lo que estaba a su alrededor. En 1827, otro inglés
perfeccionó la idea: colocó el extremo de la varita una combinación de cloruro
de potasio y sulfuro de antimonio, que ardía cuando era frotada sobre una
superficie áspera. Poco tiempo después, el francés Charles Sauria usó fósforo
blanco y popularizó los llamados “Fósforos”. El problema era que el fósforo
blanco se encendía con mucha facilidad, aún en contra de de la voluntad de los
humanos. En 1855, el sueco Johan E. Lundstrum cambió la fórmula a fosforo rojo
y logró mayor seguridad. En 1899, el estadounidense Joshua Pusey patentó el
modelo que más se parece a los cerillos actuales, que se fabrican de papel o
madera, y que vienen en una caja, en uno de
cuyos costados hay una superficie áspera para que aquellos puedan ser
encendidos.
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